martes, 14 de abril de 2009

El circo



¡Acérquense! ¡Ha llegado a la ciudad el mayor circo jamás visto! ¡Fieras, leones y tigres! ¡Grandiosos elefantes! ¡Ponderosos corceles! ¡Exóticas bailarinas! ¡La mayor familia de acróbatas! ¡El mago más maravilloso! ¡Payasos tronchantes! ¡Ha llegado por fin para usted, para usted y para usted el más fabuloso circo que ha pisado nunca estad ciudad! ¡Acérquense! ¡Pero cuiden sus bigotes del lanzafuegos! ¡Vean nuestras hermosas malabaristas! ¡Pero cuidado! ¡No le miren a los ojos o caerán profundamente enamorados! ¡Acérquense, cordiales ciudadanos! ¡El más maravilloso circo jamás visto ha llegado a la ciudad! ¡Acérquense!

Ese griterío y esa música despistaron de sus estudios a un joven músico que estudiaba en su despacho, sentado en su escritorio delante de una ventana. Efectivamente, había llegado a la ciudad el molesto circo. El joven músico, pianista de vocación, solo pensaba en sus corcheas, sus ¾ y demás teorías musicales. Su mundo era blanco y negro (por aquello de las teclas). Pero aquel molesto circo le cambiaría su mundo blanco y negro por un maravilloso mundo de color.

Aquella tarde cuando ya la cabalgata del circo concluyó, y postrado como siempre en su escritorio delante de la ventana, vio pasar a las hermosas malabaristas, aquellas que no se conformaban con sus espectaculares juegos malabares sino que robaban corazones con solo mirarlos a los ojos. Jamás pensó el joven pianista (un joven frío, calculador y solitario como era) que una de ellas fuera capaz de robarle incluso la razón con solo cruzar sus miradas (y todo esto casi sin querer… sí… he dicho casi). En efecto, cruzaron sus miradas casi sin querer evitarlo y aquella publicidad barata de aquel jefe de pista tan charlatán se hizo realidad.

Desde esa tarde, y durante los días que el circo estaba en la ciudad, aquel joven músico empezó a ver el mundo de otra forma. Componía obras que reflejaban hermosamente lo que sentía… Todos esos días, a la hora del café y siempre tras la función, el reloj de cuco del despacho marcaba la hora exacta del paseo de las hermosas malabaristas, acompañadas de otras amigas y compañeras del circo. Él miraba a aquella que le enamoró anonadado… buscando arañarle una sonrisa. Pero que va… pasó y no fue capaz ni siquiera de que lo mirara. Así dos días. Al tercero echó mano de lo que mejor sabía hacer… tocar el piano. Abrió su ventana. Le costó trabajo, porque nunca la abría, para que no se escapara Euterpe, la musa de la música. Pero le dio igual, se olvidó de todo… Arrastró su piano a la ventana y empezó a tocar la más bella sonata que había compuesto, con la que ganó muchos concursos y engatusó a muchas mujeres. Le puso más sentimiento que nunca… tocó con más fuerza que nunca, para que lo oyera hasta el último adoquín de la empedrada calle. El destino se había puesto de su parte. Un rayo de sol entró en su despacho (nunca lo había invitado a entrar). Los pájaros dejaron de volar para posarse en el alfeizar de su ventana (con esa cara tan pálida jamás se habían atrevido), los borrachos, los locos y vagabundos dejaron de gritar, el viento no movía ni una sola hoja de los árboles del parque de enfrente de su casa… y todo para que la hermosa malabarista, a la hora del café, oyera la mejor sinfonía que jamás había compuesto el joven músico. Pero que va… la malabarista pasó de largo, como la que oye llover, y como la que lo siente… porque además pasó corriendo. Y para colmo, el sol había recalentado el despacho, Euterpe (la musa de la música) se escapó, y encima los pajaritos dejaron sus regalos en el alfeizar…

Al día siguiente el periódico cayó en manos del joven músico: “Hoy última función del más maravilloso circo que ha pisado nuestra ciudad”. El joven músico abrió los ojos de sorpresa y, una vez más, se encerró en su despacho, a estudiar y componer, aquel día más triste que nunca. Pero no se concentraba. No paraba de mirar por la ventana, esperando a que pasara la hermosa malabarista… Para colmo estaba lloviendo. Qué va, hoy seguro que no pasa… El reloj de cuco de su despacho marcaba exactamente la hora en que la hermosa malabarista pasaba paseando por debajo de la ventana del joven pianista. El muchacho miró el reloj, ipso facto miró a la calle, dirigió su mirada a la acera de la cancela del parque, por donde siempre paseaba… Pero no, no estaba. No estaba ni ella ni nadie… con este día… A los cinco minutos, su prodigioso oído avistó el pisar apresurado de unos pies sobre la empedrada y mojada calle, se asomó, y sí, efectivamente… era ella. Iba sola. Extrañado, el muchacho abrió la ventana y le preguntó: “Perdona, ¿tienes hora?”. Ella sacó un hermoso reloj de bolsillo y dijo: “Pasan exactamente cinco minutos de la hora del café”. El músico miró el reloj de cuco de su despacho y dijo “Exactamente igual que mi reloj, gracias”. Ella sonrió y respondió: “De nada”. El joven pianista se quedó mudo, inmóvil… solo siendo capaz de seguirla con la mirada… Evidentemente grabó su sonrisa en lo más profundo de sí.

El circo se marcha… con él la hermosa malabarista… el joven músico siguió sus estudios y sus composiciones… casi la olvidó (sí, he dicho casi) de no ser por que de vez en cuando dirigía su mirada hacia la ventana y siempre hacia el sitio exacto por donde pasaba ella. Nunca aparecía.

Un día, uno de esos días que solo tienen los cuentos, volvía de un concierto. Llovía. Al acercarse a la casa junta de la suya, tropieza con una señora encapada (protegiéndose del agua). La señora corre, el pianista se percata que al tropezarse se le ha caído algo. Es un hermoso reloj de bolsillo. Cuando quiso llamar a la señora ya estaba muy lejos. Así, se fue a su casa, con el hermoso reloj de bolsillo en la mano, y ya se lo llevaría a la vecina cuando escampara.

A la hora del café de aquella tarde volvió una vez más a echar un vistazo (siempre de reojo) a la ventana, a la acera de la reja del parque por donde pasaba la hermosa malabarista (sí… y la había olvidado). El circo parece que no había regresado… desde luego la molesta cabalgata no le había sacado de su mundo blanco y negro… Lo que sí le había despistado era el hermoso reloj de bolsillo. Por curiosidad abrió la tapa, comprobó la hora con su reloj de cuco. Pasaban exactamente cinco minutos de la hora del café. Ambos relojes marcaban exactamente la misma hora. En la tapa del reloj, protegida por un cristal una pequeña foto. Era la foto de la carpa de un circo. De un respingo se levantó de su taburete de terciopelo rojo y se dirigió a la casa junto a la suya.

Llamó al timbre, abrió una señora mayor, vecina de toda la vida, que le recibió con alegría. Le invitó a pasar a tomar el café y unas pastas. Mientras pasaban al salón, y mientras la señora gritaba “Trae un café más, tenemos visita”, sacaba el reloj del bolsillo y le comentó a la vecina como había llegado a sus manos. “¡Mi reloj!” dijo la voz que traía la bandeja del café. “Te presento a mi nieta” dijo la vecina. El pianista no supo que decir. El reloj de bolsillo resultó ser de aquella malabarista que le robó el corazón, que (como ya te habrás imaginado) era la nieta de la vecina. La malabarista, que no salía de su asombro y muy agradecida, le regaló unas entradas al músico para que fuera a ver el espectáculo del circo, que se encontraba en el pueblo más cercano, no muy lejos de la ciudad.

Efectivamente, abandonó su mundo y se adentró en el circo y con la cara más risueña contemplaba ilusionado la maravillosa carpa que albergaba un espectáculo lleno de luz, sonido y color. Cuando terminó el espectáculo, la malabarista fue a buscar a la salida al pianista. Intercambiaron impresiones, él la oía como si estuviera escuchando al mismísimo Mozart en directo, sus ojos se iluminaban, su lengua se cargó de valor y disparó: “¿Te gustaría seguir la conversación mientras tomamos un café? Ella le respondió con una gran sonrisa: “Encantada acepto, pero hoy no puede ser. Mañana te buscaré en la puerta de tu casa a la hora que ya sabes”. La despidió con una sonrisa tremenda, y se fue a su casa apresurado sin acordarse de aquello de que no por mucho madrugar amanece más temprano.

Y allí estaba él, completamente acicalado, estrenando vestimenta y esperando la “hora que él sabía”… El reloj de cuco marcaba exactamente la hora del café, la hora de la visita a su abuela de la malabarista. Pero el timbre de la puerta no sonaba. Para consolar su alma hundida se decía a sí mismo que quizás esa hora no era, que era más tarde… Desesperado (pasaban ya dos horas de la hora del café) salió a la calle a ver si la veía venir. Pero la calle estaba vacía, el sol se despedía de los árboles y los pájaros del parque, los tenderos hacían rato que recogieron la mercancía y los perros callejeros habían dejado de perseguir a los gato. Y la malabarista seguía sin llegar…

Derrotado volvió a su casa, a encontrarse con su piano. Nunca más abrió la ventana ni miró a aquella reja del parque por donde ella solía pasar. Volvió de nuevo a su mundo blanco y negro, pero no se olvidó de la malabarista nunca. Desde aquel día compuso las más bellas piezas musicales para espectáculos de circo.


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