miércoles, 6 de mayo de 2009

De la rutina al odio



Él aquel día se había levantado tan tranquilo. Fue un día más de su rutinaria vida. Desayunó la misma tostada de siempre, el mismo café, salió por la misma puerta, cogió el autobús al trabajo, volvió a casa y almorzó. Cuando ya por fin tuvo un rato para descansar salió su vida de la rutina de todos los días. Entró en una de esas redes sociales tan de moda últimamente y casualmente (o quizás no) la encontró.

Ella era un amor de juventud, su primer amor frustrado. Y qué cierto es eso de que el primer amor no se olvida (aunque en este caso fuera un amor imposible). Él, tímido en su juventud (la timidez, por cierto, se la debió dejar olvidada en algún sitio con los años), a pesar de que estaba profundamente enamorado, no era capaz de dirigirse a ella. Un día le entregó una tarjeta donde la citaba para celebrar una fiesta de cumpleaños. Ella, no contestó la carta. Y él, avergonzado de por vida, nunca fue capaz de dirigirle la palabra. Así se tiró años y años.

Aquella tarde que le sacó de la rutina le envió un mensaje privado. Viendo que no contestaba se dispuso a ver sus fotos… y empezó a verla con aquellos mismos ojos tímidos que la miraron por primera vez, y por fotografía que iba pasando sus ojos pasaban de la timidez al amor… y como del amor al odio hay un paso, ya saben el final. Lleno de ira, después de tantos años de silencio, se dispuso a enviarle un e-mail. Cargó sus dedos con todo el rencor que podía sacar y escribió:

“Ya veo que, como en la juventud, no te dignas a contestarme ni tan siquiera un mísero mensaje privado preguntándote como estás y qué ha sido de ti estos años. Seguro que piensas, mira, ya regresó, ya quiere babearme otra vez. Que sepas que las cosas han cambiado, no soy el mismo de antes. La diferencia más grande es que antes te amaba con locura, y ahora te odio. Te odio por haberme quitado el sentido durante tanto tiempo (y ya casi te había olvidado, hasta que te encontré por el mundo de Internet), te odio por ser tan preciosa, te odio por mirarme de esa manera pidiendo una explicación pero sin articular palabra. Te odio por moverte y andar de esa manera que me traía tan loco. Te odio por todo lo que me enamoraste tan locamente. Te juro que te odio, a más no poder. Seguro que ahora, como has hecho siempre, no contestarás. Mejor, así me olvido de odiarte y de amarte para siempre.”

Días más tarde, en la bandeja de entrada de su correo, sorprendentemente cambió la rutina de la historia que os he relatado, y ella contestó:

“Ódiame, si es que así te sientes mejor… Pero… No fui yo quien, por vergüenza, te dejó de hablar.”

No hay comentarios: