lunes, 4 de mayo de 2009

La leyenda de la señora del espejo



Esta es la historia de una señora normal y corriente. Casada, viviendo en una casa normal forjada con su trabajo y el de su marido. Tenían cinco hijos por los que se desvivía: cuatro varones y una hembra (como dicen los mayores). La señora, como era obvio (y por supuesto sin desmerecer a ningún otro), tenía pasión con su hija.

Desde que nació su hija, la más pequeña de sus hermanos, la cuidaba como a una muñeca, ya que su ilusión, desde niña, era peinarla, recogerle dos coletas y ponerle sus vestidos favoritos. A medida que su hija se hacía grande la asesoraba en las cosas de la vida, cuando “se hizo una mujer”, con su primer novio (siempre a escondidas de su marido, los padres con sus hijas… ya se sabe). En fin, se puede decir que tenían una relación madre-hija inmejorable. No solo eran madre e hija, si no que además eran amigas y compañeras.

Y llamaba la atención con qué mimo le aconsejaba cuando salía a la calle. “Ponte esta falda, que te queda mejor” “A ver, deja que te mire, tienes un parchetón de colorete aquí… espera que te lo quite… ¡ya está!”. Cuando por fin estaba preparada, la señora salía a darle el visto bueno, ocultándolo tras una despedida y una compañía hasta la puerta: la miraba de arriba abajo (con buenos ojos) y con un simple “Hasta luego, mi niña” le daba el aprobado, la mayoría de veces con matrícula de honor.

Por cosas que tiene la vida, la señora abandonó el mundo terrenal tras una larga enfermedad. Su hija tenía 18 añitos. Tras un tiempo sin querer salir de su casa empezó a asomarse a la calle un rato con sus amigas, para salir de la rutina y despejarse un poco. Se le hacía raro que su madre no le aconsejara sobre la ropa y que no le diera el visto bueno antes de marchar… Eso creía ella.

Una de esas noches que salía se asomó al espejo, y empezó a verse fea. Salía sin retocar un poco con maquillajes, con cualquier cosa que tenía en el armario… pero empezó a verse distinta. Se fue a su cuarto y se cambió rápidamente, se retocó con colorete, se peinó, se miró en el espejo y el espejo le contestó que sí. Así todos los días. Estaba claro: Su madre, hecha espíritu, se había colado en todos los espejos de la casa y la hacía verse fea, o verse algún imperfecto en su peinado, su maquillaje o en su vestimenta.
Aunque ella lo echaba en falta, su madre le daba el visto bueno, porque desde el día en que se fue le está esperando en el espejo de la entradita para decirle “Hasta luego, mi niña”… Y la mayoría de veces con matrícula de honor.

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